Konstantín Tsiolkovski
Hace 50 años, cuando yo era un chamaquillo recién ingresado en el kindergarden, una noticia me impactó enormemente. Los adultos comentaban que un hombre estaba dándole vueltas a la tierra, en una cápsula que se denominaba "nave espacial". Si bien yo ya sabía de la existencia del satélite artificial "sputnik", la idea de que un ser humano anduviese viajando por el espacio se me hizo lo más increíble y avanzado de la ciencia y la tecnología de esos días.
Era la época de los televisores en B y N, con pantallas de bordes redondeados, la época en que un teléfono fijo en casa era objeto de culto, la época en la que aún había discos de 78 RPM que los viejos guardaban celosamente por lo frágil del material vítreo del que estaban fabricados, la época del twist y de los peinados de panal. Era la época en la que aún circulaba un ferrocarril con máquina de vapor por lo que hoy es el camellón de la Avenida de los Misterios en mi natal Ciudad de México.
La fascinación del suceso hizo que el nombre de Yuri Gagarin se quedase grabado en mi mente como una marca indeleble. De hecho, la primara profesión que en ese entonces deseaba yo tener para mi etapa adulta era precisamente la de "cosmonauta" (la palabra que designaba a estos viajeros espaciales rusos, a diferencia de "astronauta" que se usó después para sus contrapartes norteamericanos). Así crecí, con una predilección y fascinación por todo lo que tuviese que ver con la conquista del espacio.
A 50 años de este suceso, no quise dejar de escribir unas líneas para festejarlo. Un evento histórico que marcó el inicio de la conquista tripulada del espacio. Mi recuerdo y mi reconocimiento para Yuri Gagarin, el primero que pudo ver y constatar que en el cielo no había nada sobrenatural.
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